Homenajes
Francisco Rodríguez martes 10, Mar 2015Índice político
Francisco Rodríguez
En México, los cadáveres ilustres, de civiles y políticos, nunca han concitado emociones populares desbordantes. Nada en comparación con figuras de otros países, como Gandhi, Kim Il Sung, Mao, Getulio Vargas, Eva Perón, quienes a su deceso causaron gran conmoción colectiva.
Como que aquí somos más prácticos, y seguimos al pie de la letra las consejas: “el muerto al hoyo y el vivo al pollo”, lo mismo que “a otra cosa, mariposa”. Así somos, eso no forma parte de nuestras costumbres.
Es diferente cuando se observan homenajes como el que rindió Francia a la memoria de Jean Moulin, asesinado por la Gestapo en Lyon, sin haber podido arrancarle siquiera un balbuceo de delación.
El discurso del célebre ministro de Cultura, André Malraux al pie de la lámpara votiva de la tumba erigida en memoria del Soldado Desconocido —bajo el Arco del Triunfo de la Plaza de la Estrella, en el corazón de París— se ha convertido en patrimonio nacional y, acaso, mundial.
Yo creo que tal fue un poco para diluir la memoria francesa, cuando el cadáver de la cantante belga Edith Piaff había congregado en los Campos Elíseos a un millón de personas… ¡más que los asistentes a la entrada triunfal de Charles de Gaulle, después de la derrota nazi. ¡No podía permitirse!
En algún período de nuestra historia rezumamos elegancia para con los despojos de enemigos políticos. Don Porfirio gustaba de enterrar sus cadáveres en el exclusivo panteón de San Fernando, con la pala y el pico del suegro, Manuel Romero Rubio, y las insuperables oraciones fúnebres de Francisco Bulnes.
Ni cuando murió Benito Juárez, en pleno ejercicio presidencial, el héroe civil por excelencia, mereció más que el acompañamiento de decenas de acarreados y las proverbiales palabras del severo oficiante José María Iglesias, orador fúnebre oficial. Y vuelta a la hoja.
Ambiciones desatadas y hasta el siempre fiel Sebastián Lerdo de Tejada, el “soltero celeste”, corrió raudo a buscar la mano de “doña Leonor”, ya sin ningún recato. Asumió el interinato, para ser después derrotado por Porfirio Díaz.
La memoria de don Sebastián y su benéfica lealtad al indio de Guelatao, ha estirado para dar protección a una cauda de generaciones de descendientes, directos y oblicuos, ¿no cree usted?
Adoración a la muerte
Ningún despojo humano ha sido venerado con el homenaje y el luto nacional. A fuerza de desengaños históricos, los mexicanos nos hemos vuelto cautelosos, sobrios, y echamos mano de nuestras tradiciones que, paradójicamente, honran más a la muerte que a la vida.
Será que, como decía el poeta José Gorostiza, la de los mexicanos es una muerte sin fin que nunca se reconcilia con el prójimo, ni con su destino. La muerte nunca nos abandona. Siempre está en nuestra sala o ante nuestra mesa. Se disfraza de cacique, poderoso señor de horca y cuchillo; confesor religioso; mercachifle taimado, arrastrado o mendaz. Sea como sicario, traidor o desvergonzado.
Constantemente agasajamos a la muerte en la explosiva festividad de Todos Santos, en los panteones entre flores de cempasúchil, sahumerios de eróticos olores y altares de tepejilote. La muerte es más nuestra que la vida.
Siempre platicamos con ella, cuando le pedimos a las “ánimas que no amanezca, porque estoy como quería”, agarrando la jarra con mezcal, sotol, marranilla, bacanora o tequila, toda nuestra apretada vida.
Nunca deja de acompañarnos, ni en los momentos miserables cuando empeñamos hasta los retratos de la familia, con objeto de comprar el cajón y la fosa para enterrar a nuestros seres queridos en su última estancia. Le pedimos a “Xantolo”, a “La Catrina”, a “La Huesuda” y a “La Calaca” que acompañen a nuestros difuntos.
En colectivo, nos conmueven más las muertes humanas causadas por la corrupción y la negligencia de nuestros “próceres”. Tenemos sobrados ejemplos de monumental impunidad que nos concitan: San Juanico, el terremoto del 85…Hermosillo, Iguala, General Cepeda, San Fernando y demás cementerios en que se ha convertido el país, pesan más en el ánimo nacional que personajes que sólo andan atrás de nuestros centavos.
Siempre desconfiamos de los héroes civiles, que por lo general resultan espantajos fabricados artificialmente para distraer el seguimiento del colectivo sobre asuntos que nos atañen singularmente.
De los héroes políticos, ni hablar. La desconfianza se remonta al callo duro del hipotálamo y al escozor causado por una procesión de gente que se ha llevado hasta nuestros recuerdos y que han levantado el santo y las limosnas.
Y es que nuestros “políticos “ son oportunistas. Aprovechan el momento del dolor ajeno para rendir aparentes homenajes a cuerpos presentes que convocan sólo para justificar derrotas, para evadir culpas o para hacer llamados a la unidad.
No hace mucho se expresó en público la irritación de una poderosa familia panista contra una dama de su linaje, esposa de señalado personaje recién electo y caído en desgracia de salud, que aprovechó sus despojos para pasearlo lastimosamente en prenda de su pensión y los beneficios que reportara su memoria. Así se hizo. Lastimoso. “La lana es la lana”, contestó la afectada.